23.2.07

Veinte años sin Andy Warhol

Mucho más que quince minutos de fama


Publicista, pintor, dibujante, cineasta, editor periodístico, escritor, conductor de televisión, fotógrafo... Calificar a Andy Warhol como uno de los renacentistas del Siglo XX no es exagerado: lo hizo todo en el campo del arte, y todo lo hizo bien. Sus cuadros sobre la Coca Cola, Marilyn Monroe, o Liz Taylor introdujeron en el mundo el concepto de Pop Art: una forma de oposición a la cultura de elite. Por otro lado, sus filmes experimentales, la revista Interview, la Factory neoyorquina y sus fotos eternizaron su inmensa capacidad de trabajo y, a la vez, trastocaron la idea del artista bohemio para instalarlo como un auténtico hombre de negocios. Quizás la mejor manera de introducirse en su obra es, aparte de su trabajo, escuchar con atención Songs for Drella, el réquiem a su persona que Lou Reed y John Cale publicaron tras su muerte. Voz, guitarra, piano y viola para una Polaroid de una New York que ya no existe más.




Top 3: Portadas de discos diseñadas por Andy Warhol

1. The Velvet Underground The Velvet Underground and Nico (1967). Si bien Warhol figura en los créditos como "productor", sólo se limitó a pagar las horas de estudio utilizadas por Velvet para su primer disco. La tapa de la banana es un icono pop por excelencia, y este registro se transformó en uno de los más influyentes de la historia.

2. The Rolling Stones Sticky Fingers (1971). El primer diseño de Andy para los Rolling Stones fue el disco que inauguró el sello propio de la banda de Jagger y Richards. La edición en vinilo venía con un cierre original en la portada, y sus felices poseedores pueden jactarse de tener, en medio de su discoteca, un "Warhol original".

3. John Lennon Menlove Ave. (1986). Una de las tapas más bonitas diseñadas por Warhol (y, al mismo tiempo, menos reconocidas) es la de esta placa póstuma de John Lennon, que compila outtakes de sus discos Rock and Roll y Walls and Bridges. La asociación no es casual: Yoko Ono, viuda del Beatle, fue una de las oradoras en el funeral del artista.







Fuente: Rolling Stone

22.2.07

La verdadera amenaza




La debilidad del bulímico/anoréxico reside en su falta de autoestima, su inseguridad, el no poder encontrar motivos para vivir y en la sensación de exclusión social. Esto lo empuja a la enfermedad, en la que exterioriza de maneras diferentes.

La bulimia y la anorexia son patologías diferentes pero a mi parecer tienen más de una similitud en los efectos emocionales y sociales que provocan a quienes las padecen. De hecho, son muchos los pacientes que pasan de una a otra de estas dos enfermedades casi constantemente.

Pero el punto al que quiero llegar no es médico sino que mi intención es introducirme en la mente y el corazón del bulímico/anoréxico desde mi experiencia como oyente.

En una primera etapa, el paciente está enfermo pero no lo sabe o no puede asumirlo. Éste es el primer paso que sólo superará siendo realista e intentando aumentar su amor propio, lo que es realmente difícil porque los bulímicos/anoréxicos muchas veces sufren de depresión.

El entorno del paciente tiene una gran importancia en esta etapa porque aunque en un principio no pida ayuda verbalmente, lo está haciendo constantemente a través de los síntomas de su enfermedad.

La importancia de querer curarse es fundamental y de allí parte el hecho de pedir ayuda a los más allegados para comenzar un adecuado tratamiento médico.

Pero las visitas a psicólogos y psiquiatras no alcanzan. El paciente tiene un afán por verse bien físicamente, y es justamente este deseo el que lo lleva en un principio a caer en las redes de la enfermedad.

Sesiones de gimnasio, spa y hasta cirugías estéticas pasarán por su mente en busca de una mejor apariencia física, dado que cree que su felicidad se encuentra precisamente en la estética.

Pero ésta no se encuentra en cosas superficiales que se desvanecen en el tiempo, porque el paciente un día se sentirá desconforme con su barriga, al siguiente con sus piernas, luego con su pelo, más adelante verá arrugas en su rostro, y así caerá de nuevo en depresión porque lo que buscaba no está donde él siempre pensó.

El deseo de un buen aspecto físico se justifica en la necesidad de tener la aprobación de los otros. El bulímico/anoréxico no sólo preguntará a los demás respecto a su apariencia sino que cada decisión que tome será después de una seguidilla de preguntas a sus allegados, buscando el asentimiento de los demás, por sentir que no puede decidir por sí mismo ya que ni siquiera puede controlar su cuerpo.

En realidad debería buscar cosas contundentes, seguras, que le den placer y lo llenen de alegría. Muchas veces se encuentran estos gratos momentos en los afectos, el trabajo, el estudio, en algún pasatiempo y hasta en los ratos de ocio.

Al encontrar instantes que lo llenen, el paciente se encuentra a su vez a sí mismo y puede empezar a dejar de depender de la enfermedad. Debe luchar para no vivir atado a ella, tratar de vencerla encontrando motivos para vivir, sacando sus ganas de donde están escondidas, porque siempre están en algún lugar.

Muchas veces, en los momentos de máxima depresión, el paciente atenta contra su cuerpo con atracones u otros métodos, a modo de castigo. Pero al entrar en razón, se arrepiente por los mil pasos que dio atrás en un momento de debilidad. Aquí reside el peligro de perder las ganas de curarse, que es lo único que pudo iniciar el extenso tratamiento.

La verdadera debilidad del bulímico/anoréxico no se encuentra en los síntomas físicos sino en su falta de autoestima, su necesidad de aprobación, el no poder encontrar motivos para vivir y en la sensación de exclusión social. Todo esto lo empuja a la enfermedad, en la que exterioriza de maneras diferentes.

Más de uno culpa a la sociedad de enfermedades como la bulimia y la anorexia, y aunque no lo niegue, lo cierto es que el paciente no puede reclamarle a ésta que lo cure. Él mismo calló en la trampa, pero para salir debe construir con su entorno de afectos su propia y pequeña sociedad que lo contenga y acepte para que más adelante, cuando esté listo, pueda salir al mundo.


13.2.07

La lección magistral de un gran periodista

Fue reportero desde la adolescencia y candidato al Nobel de Literatura varias veces. Gabriel García Márquez lo llamó “Maestro”, y John Le Carré, “el enviado de Dios”. Murió el 23 de enero, a los 74 años. Era polaco, hablaba siete idiomas, cubrió 17 revoluciones y estuvo cuatro veces ante un pelotón de fusilamiento. Escribió para The New York Times y la revista Press lo nombró Periodista del Siglo. Publicó una docena de libros, y de Los cínicos no sirven para este oficio (Anagrama, 2005) reproducimos aquí lo mejor de su ejemplar ideario.

Por Ryszard Kapuscinski


El periodismo está atravesando una gran revolución electrónica. Las nuevas técnicas facilitan enormemente nuestro trabajo, pero no ocupan su lugar. Todos los problemas de nuestra profesión, nuestras cualidades, nuestro carácter artesanal, permanecen inalterables. Cualquier descubrimiento o avance técnico pueden, ciertamente, ayudarnos, pero no pueden ocupar el espacio de nuestro trabajo, de nuestra dedicación a éste, de nuestro estudio, de nuestra exploración y búsqueda.

En nuestro oficio hay algunos elementos específicos muy importantes.

El primer elemento es una cierta disposición a aceptar el sacrificio de una parte de nosotros mismos. Es ésta una profesión muy exigente. Todas lo son, pero la nuestra de manera particular. El motivo es que nosotros convivimos con ella veinticuatro horas al día. No podemos cerrar nuestra oficina a las cuatro de la tarde y ocuparnos de otras actividades. Este es un trabajo que ocupa toda nuestra vida, no hay otro modo de ejercitarlo. O, al menos, de hacerlo de un modo perfecto.

Hay que decir, naturalmente, que puede desempeñarse de forma plena en dos niveles muy distintos.

A nivel artesanal, como le sucede al noventa por ciento de los periodistas, no se diferencia en nada del trabajo común de un zapatero o de un jardinero. Es el nivel más bajo.

Pero luego hay un nivel más elevado, que es el más creativo: es aquel en que, en el trabajo, ponemos un poco de nuestra individualidad y de nuestras ambiciones. Y esto requiere verdaderamente toda nuestra alma, nuestra dedicación, nuestro tiempo.

El segundo elemento de nuestra profesión es la constante profundización en nuestros conocimientos. Hay profesiones para las que, normalmente, se va a la universidad, se obtiene un diploma y ahí se acaba el estudio. Durante el resto de la vida se debe, simplemente, administrar lo que se ha aprendido. En el periodismo, en cambio, la actualización y el estudio constantes son la conditio sine qua non.

Nuestro trabajo consiste en investigar y describir el mundo contemporáneo, que está en un cambio continuo, profundo, dinámico y revolucionario.
Día tras día, tenemos que estar pendientes de todo esto y en condiciones de prever el futuro. Por eso es necesario estudiar y aprender constantemente.

Tengo muchos amigos de una gran calidad junto a los que empecé a ejercer el periodismo y que a los pocos años fueron desapareciendo en la nada. Creían mucho en sus dotes naturales, pero esas capacidades se agotan en poco tiempo; de manera que se quedaron sin recursos y dejaron de trabajar.

Hay una tercera cualidad importante para nuestra profesión, y es la de no considerarla como un medio para hacerse rico. Para eso hay otras profesiones que permiten ganar mucho más, y más rápidamente. Al empezar, el periodismo no da muchos frutos. De hecho, casi todos los periodistas principiantes son gente modesta y durante bastantes años no gozan de una situación económica muy boyante (N. del E.: estable, a flote). Se trata de una profesión con una precisa estructura feudal: se sube de nivel sólo con la edad, y se requiere tiempo. Podemos encontrar muchos periodistas jóvenes llenos de frustraciones, porque trabajan mucho por un salario muy bajo, y luego pierden su empleo y a lo mejor no consiguen encontrar otro. Todo esto forma parte de nuestra profesión.

Por lo tanto, tengan paciencia y trabajen. Nuestros lectores, oyentes, telespectadores son personas muy justas, que reconocen enseguida la calidad de nuestro trabajo y, con la misma rapidez, empiezan a asociarla con nuestro nombre; saben que de ese nombre van a recibir un buen producto. Ese es el momento en que se convierte uno en un periodista estable. No será nuestro director quien lo decida, sino nuestros lectores.

Para llegar hasta aquí, sin embargo, son necesarias esas cualidades de las que he hablado al principio, sacrificio y estudio (...).

En general, los periodistas se dividen en dos grandes categorías. La categoría de los siervos de la gleba y la categoría de los directores. Estos últimos son nuestros patronos, los que dictan las reglas; son los reyes, deciden. Yo nunca he sido director, pero sé que hoy no es necesario ser periodista para estar al frente de los medios de comunicación. En efecto, la mayoría de los directores y de los presidentes de las grandes cabeceras y de los grandes grupos de comunicación no son, en modo alguno, periodistas. Son grandes ejecutivos.

La situación empezó a cambiar en el momento en el que el mundo comprendió, no hace mucho tiempo, que la información es un gran negocio.

Antaño, a principios de siglo, la información tenía dos caras. Podía centrarse en la búsqueda de la verdad, en la individualización de lo que sucedía realmente, y en informar a la gente de ello, intentando orientar a la opinión pública. Para la información, la verdad era la cualidad principal.

El segundo modo de concebir la información era tratarla como un instrumento de lucha política. Los periódicos, las radios, la televisión en sus inicios, eran instrumentos de diversos partidos y fuerzas políticas en lucha por sus propios intereses. Así, por ejemplo, en el siglo XIX, en Francia, Alemania o Italia, cada partido y cada institución relevante tenía su propia prensa. La información, para esa prensa, no era la búsqueda de la verdad, sino ganar espacio y vencer al enemigo particular.

En la segunda mitad del siglo XX, especialmente en los últimos años, tras el fin de la Guerra Fría, con la revolución de la electrónica y de la comunicación, el mundo de los negocios descubre de repente que la verdad no es importante, y que ni siquiera la lucha política es importante: que lo que cuenta, en la información, es el espectáculo.

Y una vez que hemos creado la información-espectáculo, podemos vender esta información en cualquier parte. Cuanto más espectacular sea la información, más dinero podemos ganar con ella.

De esta manera, la información se ha separado de la cultura: ha comenzado a fluctuar en el aire; quien tenga dinero puede tomarla, difundirla y ganar más dinero todavía. Por tanto, hoy nos encontramos en una era de la información completamente distinta. En la situación actual, es éste el hecho novedoso.

Y éste es el motivo por el que, de pronto, al frente de los más grandes grupos televisivos encontramos a gente que no tiene nada que ver con el periodismo, que sólo son grandes hombres de negocios, vinculados a grandes bancos o a compañías de seguros o a cualquier otro ente provisto de mucho dinero. La información ha empezado a “rendir”, y a rendir a gran velocidad.
La actual, por tanto, es una situación en la que en el mundo de la información está entrando cada vez más dinero.

Hay otro problema, además. Hace cuarenta, cincuenta años, un joven periodista podía ir a su jefe y plantearle sus propios problemas profesionales: cómo escribir, cómo hacer un reportaje en la radio o en la televisión. Y el jefe, que generalmente era mayor que él, le hablaba de su propia experiencia y le daba buenos consejos.

Ahora, intenten acudir a Mr. Turner, que en su vida ha ejercido el periodismo y que rara vez lee los periódicos o mira la televisión: no podrá darles ningún consejo, porque no tiene la más mínima idea de cómo se realiza nuestro trabajo. Su misión y su regla no son mejorar nuestra profesión, sino únicamente ganar más.

Para estas personas, vivir la vida de la gente común y corriente no es importante ni necesario; su posición no está basada en la experiencia del periodista, sino en la de una máquina de hacer dinero.

Para los periodistas, que trabajamos con las personas, que intentamos comprender sus historias, que tenemos que explorar y que investigar, la experiencia personal es, naturalmente, fundamental. La fuente principal de nuestro conocimiento periodístico son “los otros”. Los otros son los que nos dirigen, nos dan sus opiniones e interpretan para nosotros el mundo que intentamos comprender y describir.

No hay periodismo posible al margen de la relación con los otros seres humanos. La relación con los seres humanos es el elemento imprescindible de nuestro trabajo. En nuestra profesión, es indispensable tener nociones de psicología, hay que saber cómo dirigirse a los demás, cómo tratar con ellos y comprenderlos.

Creo que para ejercer el periodismo hay que ser, ante todo, un buen hombre, o una buena mujer; buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona, se puede intentar comprender a los demás: sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias. Y convertirse, inmediatamente, en parte de su destino. Es una cualidad que en psicología se denomina “empatía”. Mediante la empatía, se puede comprender el carácter del propio interlocutor y compartir de forma natural y sincera el destino de los problemas de los demás.

En ese sentido, el único modo correcto de hacer nuestro trabajo es desaparecer, olvidarnos de nuestra existencia. Existimos solamente como individuos que existen para los demás, que comparten con ellos sus problemas e intentan resolverlos, o al menos, describirlos.

El verdadero periodismo es intencional, a saber: aquel que se fija un objetivo y que intenta provocar algún tipo de cambio. No hay otro periodismo posible. Hablo, obviamente, del buen periodismo. Si leen los escritos de los mejores periodistas –las obras de Mark Twain, de Ernest Hemingway, de Gabriel García Márquez–, comprobarán que se trata siempre de periodismo intencional. Están luchando por algo. Narran para alcanzar, para obtener algo. Esto es muy importante en nuestra profesión. Ser buenos y desarrollar en nosotros mismos la categoría de la empatía.

Sin estas cualidades pueden ser buenos directores, pero no buenos periodistas. Y esto es así por una razón muy simple: porque la gente con la que tienen que trabajar –y nuestro trabajo de campo es un trabajo con la gente– descubrirá inmediatamente sus intenciones y su actitud hacia ella. Si perciben que son arrogantes, que no están interesados realmente en sus problemas, si descubren que fueron hasta allí tan sólo para hacer unas fotografías o recoger un poco de material, las personas reaccionarán inmediatamente de forma negativa. No les hablarán, no los ayudarán, no les contestarán, no serán amigables. Y, evidentemente, no les proporcionarán el material que buscan.

Y s in la ayuda de los otros no se puede escribir un reportaje. No se puede escribir una historia. Todo reportaje –aunque esté firmado sólo por quien lo ha escrito– es en realidad el fruto del trabajo de muchos. El periodista es el redactor final, pero el material ha sido proporcionado por muchísimos individuos. Todo buen reportaje es un trabajo colectivo, y sin un espíritu de colectividad, de cooperación, de buena voluntad, de comprensión recíproca, escribir es imposible.

Extracto del capítulo “Ismael sigue navegando”, del libro sutitulado "Sobre el buen periodismo"


Fuente: Perfil